Mi colega, el pesimista, desayuna leyendo los
periódicos. Sigue de cerca el
relato minucioso de las peripecias políticas y se divierte inventando fabulosas
soluciones que, me asegura, jamás serán consideradas por nadie en este
país. Pasa las páginas farfullando
quejas y de vez en cuando le da un sorbo a su taza de café.
Con la lectura, su mirada se desplaza a lugares
distantes: Bagdad, Somalia, Moscú.
Suelen aparecer montones de cadáveres anónimos, tétricos datos para los
libros de historia. No sólo se
trata de asesinatos y bombardeos, a veces tiemblan los suelos, se levantan olas
gigantescas, bandadas de pájaros muertos llueven sobre la tierra. El mundo, sostiene con aire doctoral,
es así: convulso y aterrador.
Muerde luego su tostada, se limpia cuidadosamente las migajitas del
hocico y mira por la ventana.
Le maravilla la contrastante calma de su
vecindario: la gente sale al trabajo y sigue su rutina, ajena al hambre remota,
las masacres domésticas y el continuo estallido de las bombas. Al pesimista le sobrecoge percibir esta
unánime indiferencia. La distancia
los protege: ojos que no ven, corazón que no siente.
Sin embargo se le ocurre que no están
suficientemente lejos, sabe bien que en cualquier momento puede tocarlos la
desgracia con una de sus alas - o balas.
El pesimista rememora en un instante varias historias truculentas. Sólo ve a su alrededor los estragos de
una callada hecatombe.
Un súbito escalofrío recorre su espalda. Imagina muy cercanos los golpes, las
explosiones, los alaridos. Se
siente terriblemente vulnerable.
La desazón le impide seguir tragando el desayuno. Así, en ese estado lastimoso, el hombre
comienza el día.
Hay quien no debiera leer los periódicos tan de
mañana. Más le vale a mi colega
que hoy tropiece con un ángel, alguien generoso que le muestre que de vez en
cuando la esperanza sopla, breve y leve, sobre el mundo.
Publicado en El nuevo día el 16 de mayo de 2007.
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