Hace unos días nos
llegaba a cuentagotas la noticia del derrocamiento de Muamar el Gadafi. Quien fuera personaje ante las cámaras,
líder del panarabismo primero y estrafalario tirano después, aparecía zarandeado
por una turba de furibundos milicianos, desgreñado y polvoriento, gesticulante
y gritón como un fantoche en una sesión de marionetas. Qué lejos quedaba su hierática figura,
impecablemente disfrazada de prócer colorido, posando para la foto en actitud
de monumento.
En otro videoclip
de aquel día, su hijo fuma plácidamente un último cigarrillo, sobre un diván de
flores, y allí aguarda, con mejor compostura que el patriarca, su muerte. Cuatro días después, padre e hijo,
fueron enterrados de madrugada bajo las arenas del desierto, casi como si los
lanzaran al mar.
Resulta conmovedor
pensar que el autoproclamado “Rey de Reyes” pasó sus últimos días rabioso y
desesperado, confundido en su huida, según cuentan, convencido aún de que su
pueblo lo amaba y vendría a salvarlo.
Resulta perturbador, por otro lado, cobrar conciencia de que la cruda
violencia de sus captores no vaticina, precisamente, un gobierno de paz para
esa región del mundo. Hagamos la
cuenta de esta historia: cuarenta
y dos años de régimen autoritario, ocho meses de guerra civil, cuatro días en
una nevera, una eternidad en el desierto.
Días después,
nosotros jugábamos al miedo, en una ñoña fiesta de disfraces. Los cines proyectaban películas de
monstruos, como si no fueran suficientes las noticias: guerras, linchamientos, ejecuciones,
hambrunas, terremotos. Aún
podíamos ver las penúltimas imágenes de estos célebres difuntos en la
internet. Y nosotros tan
tranquilos, dándole clic a las páginas en la pantalla luminosa, como si
aquellas criaturas fueran también ficticias, como si aquellas máscaras no
fueran, como nosotros, parte de la especie humana, aún inmersa en una misma
oscuridad.
31 de octubre de 2011