- Cuidado al pasar
por ahí.
Esto le dice el
padre al muchacho que regresará de madrugada. Vive en un vecindario con guardias y controles, en una aldea
protegida del ruido y del desorden.
Limpísimas aceras rodean una colección de manicurados jardines y
exquisitas habitaciones. Hay aire
acondicionado en todas esas casas, piscinas, sillones cómodos, altos
ventanales, todo belleza. Es
agradable estar allí, como si se flotara en la estratósfera.
Pero al salir, el
joven tiene que cruzar por el país de la mala muerte, debe pasar la frontera
donde ya ha habido caídos de balas, crímenes pasionales, truculentos
escarceos. Qué lejos parece desde
allí el macizo muro que conserva, alejado del riesgo, al encerrado habitante de
los elegantes palacetes.
La bala perdida,
sin embargo, fuera de las murallas, se encuentra en todas partes. Siniestra igualadora, alcanza
igualmente al objetivo y a su sombra, se desvía cruel hacia cualquiera. El peligro acecha en todas las
esquinas, como un tigre agazapado.
- Cuidado al pasar
por ahí.
El muchacho no
puede estarse quieto y deambula por el resto de la ciudad salvaje: los
emocionantes abismos del peligro, las selvas sin explorar, las alturas
nocturnas, las amplias avenidas, la fiesta. Una multitud de jóvenes responde de igual forma al reclamo
del jolgorio y ahí tropiezan perversos e inocentes, vidas breves, bólidos
veloces, carpe diem, corran, corran, pum pum, muerto. Nadie está a salvo en el país del miedo.
De madrugada,
desde las alturas, el habitante de la bien custodiada villa espera al
hijo. Mira el reloj. Son las cuatro. Aguarda impaciente la llegada del
pequeño buda que ya viene de regreso.
Tal vez en su recorrido por el mundo alborotado, el muchacho haya
encontrado algo que faltaba en el paraíso.
Publicado en El nuevo día el 17 de noviembre de 2010
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