A
las 6:00 PM soy inmortal. Nadie me
convence a esa hora de ser previsora, mucho menos de comprar un seguro de
vida. A esa hora tengo todas las
hornillas prendidas. Sobre el
escritorio hay una pila de exámenes por corregir. En el sofá esperan mi hija y la gata: la primera para practicar su lección de
violín, la segunda para morderme una pantorrilla. Más allá está el adolescente de la casa, luchando entre el
deseo de huir a alguna fantasía y la conciencia de sus obligaciones. Hay que hacer tareas, lavar ropa,
preparar loncheras. De aquí se
escuchan los bocinazos del tapón.
En
ese preciso momento el teléfono suena.
Una engolada voz pregunta por mí, con nombre y apellidos. Llaman para venderme un seguro de vida. A esta hora soy inmortal - le
digo. Al otro lado de la línea, la
engolada voz enmudece. Al menos
esta tarde no se aburre.
¿A
que genio de la mercadotecnia se le ocurrió la nefasta idea de vender seguros
de vida a la hora de la cena?
¿Quién puede ofrecerme garantías con el estómago vacío de comida y la
cabeza llena de deberes? ¿Acaso
soy la única inmortal a las 6:00 PM?
Si
tuviera conciencia a esa hora de mi mortalidad, de que puedo reventar como un
ciquitraque en cualquier momento - un cuágulo impertinente, una ola gigantesca,
una bala perdida - dejaría quemar las habichuelas, le abriría una lata de atún
a la gata y no insistiría más en traer a la realidad a mi hijo
adolescente. Si fuera así, nos
iríamos todos sin bañar a ver el mar.
Pero la verdad es que a esa hora sufro la ilusión de que el día
continuará hasta la noche y más allá, de que no muero y tengo todo el tiempo
del mundo para dedicarme a una sarta de enojosas tareas.
Por
esa razón, queridos aseguradores, a las 6:00 PM no hay quien me convenza de la
necesidad de prevenir mi muerte. A
esa hora, señores, soy inmortal.
Publicado en El nuevo día el 18 de abril de 2007.
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