“Las cosas nacen pequeñas y crecen,
la pena nace grande y cada día mengua.”
La
pena es una cosa rara. La pena da
sed y se renueva si se deja descansando, la pena de veras se siente entre el
estómago y el corazón, es como un animal que roe hacia dentro del cuerpo, hacia
un centro que no sabíamos tan escondido.
La
pena, descubro, también es contagiosa.
Cuántos abrazos hemos recibido que han sido de propio consuelo por una
muerte ajena. Sucede que no sólo
lloran a mi muerto, sino también al suyo, reviven la muerte lejana de otro ser
querido. Es necesario el abrazo,
es esencial esa pesada visita a la funeraria, llorar en coro, sufrir al
unísono, exprimir la pena hasta dejarla agotada en el mismo centro del
pecho. En ese momento somos uno en
comunión, y se traduce en espíritu y se transforma - como en extranjeras
lenguas - en la explicación que cada uno se hace del misterio de la
muerte.
Aunque
la muerte puede parecernos, de cerca, mucho más simple. El cuerpo sin vida recibe las caricias
de quienes más lo aman antes de que dispongan de él los circunspectos empleados
de la funeraria. Los dolientes,
entonces, ya más calmados, de madrugada, sienten una tremenda sed que les hace
compartir un extraño brindis con agua fresca. ¿Quién oficia esta inédita ceremonia? Después se asoma una luna llena, oronda
y dramática, y llovizna tímidamente.
Fin de la escena.
Tal
vez la pena, amable y monstruosa, se mueve entonces, agazapada entre cada uno
de nosotros, hambrienta y repleta de lágrimas, esperando los abrazos de los
siguientes días.
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