De cómo llegué a la quinta nube

En este limbo cibernético se acumularán las publicaciones de cinco años ininterrumpidos de crónica actual, además de otras que se me vayan ocurriendo.

viernes, 15 de junio de 2012

PENA






“Las cosas nacen pequeñas y crecen,
la pena nace grande y cada día mengua.”

La pena es una cosa rara.  La pena da sed y se renueva si se deja descansando, la pena de veras se siente entre el estómago y el corazón, es como un animal que roe hacia dentro del cuerpo, hacia un centro que no sabíamos tan escondido.

La pena, descubro, también es contagiosa.  Cuántos abrazos hemos recibido que han sido de propio consuelo por una muerte ajena.  Sucede que no sólo lloran a mi muerto, sino también al suyo, reviven la muerte lejana de otro ser querido.  Es necesario el abrazo, es esencial esa pesada visita a la funeraria, llorar en coro, sufrir al unísono, exprimir la pena hasta dejarla agotada en el mismo centro del pecho.  En ese momento somos uno en comunión, y se traduce en espíritu y se transforma - como en extranjeras lenguas - en la explicación que cada uno se hace del misterio de la muerte. 

Aunque la muerte puede parecernos, de cerca, mucho más simple.  El cuerpo sin vida recibe las caricias de quienes más lo aman antes de que dispongan de él los circunspectos empleados de la funeraria.  Los dolientes, entonces, ya más calmados, de madrugada, sienten una tremenda sed que les hace compartir un extraño brindis con agua fresca.  ¿Quién oficia esta inédita ceremonia?  Después se asoma una luna llena, oronda y dramática, y llovizna tímidamente.  Fin de la escena.

Tal vez la pena, amable y monstruosa, se mueve entonces, agazapada entre cada uno de nosotros, hambrienta y repleta de lágrimas, esperando los abrazos de los siguientes días.

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