De cómo llegué a la quinta nube

En este limbo cibernético se acumularán las publicaciones de cinco años ininterrumpidos de crónica actual, además de otras que se me vayan ocurriendo.

martes, 5 de junio de 2012

DOCTOR




Llegó el doctor.  Tiene que ser el doctor ese hombre que entra con paso firme y habla en voz tan alta.  Suelen entrar a escena así, sin anunciar, perfumados y planchados, con aire diligente y protagónico.  Han esperado por él, él nos ha hecho la gracia de arribar de su cansado viaje, nos consuela con su presencia.  Los pacientes se revuelven en sus butacas o camillas, según sea el caso, complacidos por la llegada del doctor.  Atrás ha quedado la impaciencia, la mortificación, el desasosiego, la queja.  Olvidamos la perorata del televisor, el temblor de las luces blancas, el aire poblado de bacterias, la sospecha de un padecimiento mortal.  Agua pasada no mueve molino. 

Más adelante, ante su ilustrísima, haremos gala de nuestras dolencias e intuiciones, daremos opiniones nada profesionales sobre nuestros propios padeceres - ¡oh travieso corazón, malevólo intestino, riñón engañador! - que serán descartadas con una condescendiente inclinación de la sapiente cabeza.  El Venerable aclarará, sin lugar a dudas, la verdadera naturaleza del cuerpo traidor con un diagnóstico preciso e inapelable.  Lo dice el doctor.

Llegará el turno.  La enfermera solícita nos hará pasar a uno de los cuartos de examen.  Espere aquí por el doctor.  Volveremos a esperar, esta vez más complacidos, sabiéndonos privilegiados por la proximidad del turno.  Vendrá el galeno, aplicará las sabias lecciones cautelosamente - no es dueño del destino ni tiene poderes milagrosos, nos advierte.  Garabateará en inglés sus divinas palabras en papel timbrado, rubricará con firma ilegible al pie de la hoja.  Saldremos aliviados, casi recuperados, del cuarto; pagaremos al contado nuestra parte de los honorarios, regresaremos al reino de los mortales después de cuatro horas de ausencia, pero ahora protegidos por el contacto sanativo del doctor. 

Atrás quedarán los otros, esperando su turno, pacientemente arrellanados en sus humildes sillitas, envidiando al recién liberado paciente que los abandona, receta en mano, hasta la próxima vez.  “Que salgan pronto”, les dice, y se retira feliz. 

Ni se le ocurre desearles lo que todos buscan allí desesperadamente:  salud.

Publicado en El Nuevo Día, 30 de enero de 2007

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