Llegó
el doctor. Tiene que ser el doctor
ese hombre que entra con paso firme y habla en voz tan alta. Suelen entrar a escena así, sin
anunciar, perfumados y planchados, con aire diligente y protagónico. Han esperado por él, él nos ha hecho la
gracia de arribar de su cansado viaje, nos consuela con su presencia. Los pacientes se revuelven en sus
butacas o camillas, según sea el caso, complacidos por la llegada del doctor. Atrás ha quedado la impaciencia, la
mortificación, el desasosiego, la queja.
Olvidamos la perorata del televisor, el temblor de las luces blancas, el
aire poblado de bacterias, la sospecha de un padecimiento mortal. Agua pasada no mueve molino.
Más
adelante, ante su ilustrísima, haremos gala de nuestras dolencias e intuiciones,
daremos opiniones nada profesionales sobre nuestros propios padeceres - ¡oh
travieso corazón, malevólo intestino, riñón engañador! - que serán descartadas
con una condescendiente inclinación de la sapiente cabeza. El Venerable aclarará, sin lugar a dudas,
la verdadera naturaleza del cuerpo traidor con un diagnóstico preciso e
inapelable. Lo dice el doctor.
Llegará
el turno. La enfermera solícita
nos hará pasar a uno de los cuartos de examen. Espere aquí por el doctor. Volveremos a esperar, esta vez más complacidos, sabiéndonos
privilegiados por la proximidad del turno. Vendrá el galeno, aplicará las sabias lecciones
cautelosamente - no es dueño del destino ni tiene poderes milagrosos, nos
advierte. Garabateará en inglés
sus divinas palabras en papel timbrado, rubricará con firma ilegible al pie de
la hoja. Saldremos aliviados, casi
recuperados, del cuarto; pagaremos al contado nuestra parte de los honorarios,
regresaremos al reino de los mortales después de cuatro horas de ausencia, pero
ahora protegidos por el contacto sanativo del doctor.
Atrás
quedarán los otros, esperando su turno, pacientemente arrellanados en sus
humildes sillitas, envidiando al recién liberado paciente que los abandona,
receta en mano, hasta la próxima vez.
“Que salgan pronto”, les dice, y se retira feliz.
Ni
se le ocurre desearles lo que todos buscan allí desesperadamente: salud.
Publicado en El Nuevo Día, 30 de enero de 2007
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