“Caminar
por las calles de Hato Rey es una auténtica aventura”, esto piensa la muchacha
mientras aspira el aire fétido del callejón. “Como si fuera poco andar a pie bajo el sol, qué peste. Pero bueno, ¿dónde lo van a
hacer?” Se le ocurre que si fuera
alcaldesa pondría baños públicos para deambulantes, como las termas de la
antigüedad. Los alcaldes
aprenderían mucho de los libros de historia.
Había
decidido regresar caminando del trabajo, a pesar del sol, el polvo y los tubos
rotos del recorrido. Va sorteando
baches, zafacones, carros estacionados en la acera. Cruza las calles, desconfiando de las leyes del tránsito,
amparada por su sentido común y su cautela. Disfruta, a pesar de todos los obstáculos, el color del
cielo a la hora de salida. Es
verdad que debe ir esquivando las ramas bajas, con cuidado de no perder un ojo,
pero consigue caminar a la sombra.
Casi prefiere que el municipio sea descuidado porque aún le duele el
espectro de los árboles arrancados del Paseo de Diego. Agradece, pues, el estado selvático de
ese tramo abandonado.
Por
fin llega a su edificio. Debe
esperar un buen rato a que los carros se detengan, para cruzar. De nada sirven las franjas blancas
pintadas en el asfalto como un adorno absurdo. Le sobreviene el recuerdo de la vecina que murió hace unos
años atropellada a esa misma hora por una conductora apresurada.
Ya
a salvo al otro lado, orgullosa de su hazaña, le sonríe al guardia de turno que
le abre la puerta. Atrás deja una
sarta de carros chillones que se tuerce a través de las avenidas como un
monstruoso dragón.
La
muchacha siente, después de su arribo venturoso, que a pesar de todo, por un
momento, ha logrado vivir en una ciudad verdadera.
Publicado en El nuevo día el 27 de junio de 2007
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